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La Mansión Encantada

La Tienda de Antigüedades del Sr. Kirby

domingo, 28 de febrero de 2010


El anciano Sr. Kirby, tras el recuento de la recaudación diaria, salió de su tienda, con intención de volver a casa, junto a su esposa.  Cerró la puerta del establecimiento y, silbando una alegre tonadilla, se alejó calle abajo, a duras penas iluminado por la escasa luz de las farolas.

Atrás dejaba la tienda, después de diez horas de trabajo.  Era un local grande, aunque el Sr. Kirby había conseguido convertirlo en un lugar acogedor, a pesar de su tamaño, y el polvo se acumulaba sobre las estanterías, a veces incluso semanas enteras, hasta que la esposa del anciano, se decidía a visitar el lugar, y las limpiaba, sin hacer caso de las protestas de su marido, quien aseguraba que, el polvo, le daba a la tienda un aire más digno, más antiguo, pues, en el establecimiento, había montado el Sr. Kirby su próspero negocio de antigüedades y cosas raras.  Allí podías encontrar casi cualquier cosa:  Desde una vieja plancha de hierro fundido que, tal vez, perteneció al Presidente Franklin.  Hasta el cromo aquel que nunca aparecía en los sobres que te comprabas de niño.  Mas, sin duda alguna, de lo que más orgullosos estaban los dos viejos propietarios del bazar, era de su colección de muñecas.  Muñecas antiquísimas, se rumoreaba que la más moderna de aquellas muñecas databa de antes de la Segunda Guerra Mundial, y que había pertenecido a la familia del Presidente Roosvelt.  Su valor, como se comprenderá, era poco menos que incalculable.  No era, sin embargo, ésta la preferida del Sr. Kirby, sino una mucho más vieja, sucia con el trajecito medio descosido, con las manitas de porcelana, y un único ojo de vidrio, a la que el viejecito había bautizado, desde el primer día, con el nombre de Rose Mary, en honor de su única hija, muerta cuando a duras penas tenía tres años, en un horrible accidente de tráfico.

Como ya hemos dicho, Douglas Kirby, caminaba hacia su casa, donde le esperaba su amada mujer, con el plato de cena sobre la mesa, y una amorosa sonrisa en los labios.  Recién había cumplido los setenta años, pero conservaba intacto todo su cabello, aunque completamente blanco.  Poseía un rostro alargado y fino, ojos pequeños y vivarachos, una nariz prominente, y una boca pequeña, de labios finos, y constante gesto fruncido.

Pocas eran las veces que, fuera de su tienda, se paraba a charlar con sus conciudadanos, lo que había generado el rumor absurdo de que, estaba un poco chiflado.  Muchos afirmaban que había traspasado el límite, y lo acusaban de hablar con sus muñecas, cuando se quedaba solo en el establecimiento.

En un bar cercano, mientras tanto.

-¿Ustedes no son de por aquí, verdad? —Willie, dueño del bar, no quitaba ojo de los dos forasteros que, sentados en una mesa cercana a la puerta, vigilaban, con demasiada atención, la tienda de antigüedades—.
-¿Eh? —uno de los tipos, dedicó a Willie una extraña sonrisa—, -No, somos de Chicago.
-¡Ah! —El barman, asintió con un leve cabeceo, y dedicó su atención a un nuevo cliente, que acababa de entrar—.

Poco más tarde, William, volvía a interesarse por los dos desconocidos:
-¿De Chicago, ha dicho?
-Así es, de Chicago —respondió, de nuevo, el mismo hombre—.
-¿Son anticuarios? —El dueño del establecimiento, hizo un gesto con la cabeza, en dirección a la tienda del Sr. Kirby—.
-¡No! -Contestó esta vez el otro hombre.
-¿Ah, no?
-No, no.
-Pues, parecen muy interesados en el anticuario —comentó Willie, con tono mordaz e irónico—.
-Eso, amigo, se debe a que nos gustan las antigüedades —se apresuró a responder, de nuevo, el primero de los dos individuos—.
-Ah, pues, en esa tienda, lo máximo que encontrarán, serán muñecas rotas, cubiertas de polvo —y, tras este comentario, Willie, dejó el tema por zanjado, y se dedicó, de lleno, a atender a los parroquianos—.

Media hora más tarde, los dos forasteros, salían del bar, y se encaminaban al motel de la viuda Klein, donde habían alquilado un par de habitaciones, las cuales, según su costumbre, no tenían pensado pagar, cosa que llevaban haciendo, impunemente, desde hacía meses, en su recorrido de robos y atracos por los EE. UU.

-¿Crees que el barman hablaba en serio, Roy?
-No. Supongo que lo dijo para despistar. Seguramente se olió lo qué pensamos hacer y pensó que, si nos decía que en la tienda no hay nada de valor, nosotros nos iríamos del pueblo, ¿no crees?.
-¡Marty, eres un chico listo! —el llamado Roy, alzó la cerveza que estaba bebiendo, y brindó a la salud de su compañero—.

Horas después, ya entrada la noche, los dos delincuentes, salían de sus habitaciones, y se dirigían a la tienda del Sr. Kirby llevando consigo un gran saco de tela.
-Si todo lo que nos contó aquel tipo, es cierto, podemos hacer un gran negocio.
-Pues, Marty, yo no acabo de creérmelo —Roy, se detuvo, y miró a su amigo, mientras rebuscaba el juego de ganzúas en los bolsillos de su pantalón—. Hasta que no lo vea con mis propios ojos.
-¡Mira, ahí está la tienda! —Marty, hizo un gesto a su amigo y, tras comprobar que no había nadie en las cercanías, cruzó la calle, en dirección al bazar del Sr. Kirby—
-Deja, voy a probar con las ganzúas —Roy, sin perdida de tiempo, mientras, su compañero, vigilaba, comenzó a manipular la cerradura de la persiana con el juego de garfios—.
-¿Ya está?
-¡Sí!, —levantaron la persiana lo suficiente, para poder entrar agachados al interior del local—, comencemos a buscar.
-¡Mira! —exclamaba, pocos minutos después, Roy, mientras mostraba a su compañero una pequeña cajita tallada en ébano—. ¡Esto debe de valer, por lo menos, trescientos dólares!
-Deja eso —ordenó, Marty, con voz firme—. Aquel hombre, fue claro. Sólo las muñecas.
-O.K. —Roy devolvió la caja de madera a su lugar, y siguió a su compañero al fondo de la tienda, en busca de la valiosa colección de muñecas antiguas—.
-¿Ves algo?
-No, esto está muy oscuro.
-Espera —Marty, rebuscó en los bolsillos de su pantalón, hasta dar con una pequeña linterna—; ahora encendió la diminuta lamparilla de bolsillo, iluminando, con el pequeño haz de luz, una enorme estantería, repleta de muñecas y muñecos.
-¡Demonios, qué susto! —exclamó Roy, al ver todos aquellos rostros de porcelana, mirándoles desde los estantes—.
-¡Shht, calla! —Su compañero, se llevó un dedo a los labios—. Vamos a meterlas en la bolsa.
-Espera —pidió Roy, mientras se alejaba camino de la puerta del local—; dejé el saco de tela en la entrada.
-No tardes.

Y Marty se quedó solo en el estrecho pasillo de la oscura tienda.  No había pasado ni un minuto cuando...
-¡FUERA!
-¡Eh! —Marty, espantado, giró la cabeza hacia el lugar de donde había surgido la voz, sin encontrar otra cosa que las viejas muñecas—.

Mientras, en la entrada:
-¿Dónde diablos habré dejado el maldito saco? —Iluminándose, a duras penas, con el débil resplandor que entraba por debajo de la persiana, Roy, buscaba la bolsa de tela—.

Finalmente, tras varios minutos de búsqueda, se incorporó, y se marchó en busca de su amigo, con intención de pedirle la linterna.
-¿Marty, estás ahí? —Sin respuesta—. Necesito la linterna.
-¡Roy, por favor, ayúdame!
-¡¿Marty?! —A tientas, el ladrón, siguió la voz de ayuda de su amigo, hasta llegar al lugar donde, hacia escasos cinco minutos, le había dejado para ir a por el saco. Mas, junto a la estantería llena de muñecas, no había nadie Sólo la pequeña linterna, aún encendida, tirada en el suelo—.
-¿Qué está pasando aquí? —Roy, temblando de pies a cabeza, se agachó, y recogió la lamparilla portátil—. ¿Marty, estás ahí?
-¡FUERA!
-¿Q-quién anda ahí? —A duras penas pudo evitar el ladrón que, con el susto, la linterna de bolsillo cayera de sus manos—.

Y, entonces, como en una extraña y psicodélica pesadilla, ante los asombrados ojos de Roy, una a una, todas y cada una de las muñecas de la estantería, comenzaron a agitarse, a moverse y ¡a hablar!.
-¡Eres malo! —Murmuraban, mientras, con sus diminutos deditos de porcelana, señalaban al maleante—. ¡Y te vamos a castigar!
-¡Mierda! —Roy, giró sobre sus talones, e intentó escapar—.
-¿Dónde crees qué vas? —A sus pies, tres muñecos, le cortaban el paso, estirando sus blancos bracitos hacia él—. ¡Vamos a castigarte!
-¡No, malditos monstruos! —Furioso, y asustado, Roy, comenzó a patear a los muñecos, quebrando sus frágiles bracitos y cabezas de porcelana—.
-¡Asesino, asesino! —Gritaban, desde el estante, aquellas muñecas, que no podían moverse—.
-¡Muerte al ladrón! —Se escuchó, de repente, una voz mucho más potente que las otras—. ¡Qué corra el mismo destino que su cómplice! —Y algo surgió de detrás de la estantería—.
-¡Mierda, demonios! —Roy, tropezó y cayó al suelo, cuan largo era, al ver aquello que se le venía encima.
-¡Tu amigo está aquí, conmigo! —Armada con unas pequeñas tijeras de costura, una muñeca, bastante más grande que el resto, avanzaba hacia él, sonriéndole, mostrándole unos blancos dientecillos de plástico—.
-¿Quién, qué eres tú? —El ladronzuelo, intentó reptar hacia atrás, apoyándose en sus codos—.
-Me llamo Rose Mary, y soy una linda muñequita —canturreó la muñeca, mientras daba un paso hacia Roy—. Juega conmigo, y seamos amigos.
-¡N-nooo! —gritó Roy dejando notar en sus ojos una singular expresión de terror.

Al día siguiente...
-¿Y, dice usted, Sra. Klein, que esos dos hombres marcharon sin pagarle el alquiler de las habitaciones? —Nick Travis, Jefe de Policía de Rock Bridges, tuvo esa mañana doble trabajo.  Por un lado, el atraco a la tienda de antigüedades del viejo Kirby. Por otro, dos tipos habían marchado, sin pagar, del motelito de la viuda Klein.

Mientras, en el bazar del Sr. Kirby.
-¡No se llevaron nada! -Lucille Kirby, ayudaba a su marido a recoger las muñecas que se encontraban caídas de las estanterías.
-Seguramente, no tenían ni idea del valor de estas muñecas —su marido, con gesto amoroso, tomó a Rose Mary del suelo, y la volvió colocar en su sitio, mientras le susurraba en su orejita de porcelana— ¡Muchas gracias!.


Ilustración: Jesús Rafael Tortosa Sarrio

Publicado por: Jazmine Dguez. [bajo el pseudónimo de Lilith†La†Enemiga†d†Eva] en La Mansión Encantada© el domingo, febrero 28, 2010 3 Voces del Más Allá [haz escuchar tu voz]

Etiquetas: Cuentos de Terror

El Sepulturero

domingo, 7 de febrero de 2010


Carlos, de 80 años, se levantaba a un nuevo día con gran agilidad, el hombre apenas tenia unas débiles arrugas y seguía con un cabello frondoso y rizado.

Su estatura de 1.80 mts., acompañados de un cuerpo fornido, su tez muy morena, como de un bronceado de playa, con sus expresivos ojos oscuros, le hacían, ni siquiera, parecer un hombre de medio siglo, manteniendo un tono atlético y ciertamente atractivo, en la ciudad todos se maravillaban y algunos, ciertamente le temían, pues aseguraban que su aspecto no podía ser real; miles de leyendas urbanas caían sobre este enigmático personaje.

Carlos se lavaba con parsimonia, sabía que otro día pasaría de la forma más rutinaria, volver a enterrar a los muertos y mantener el cementerio limpio, mientras que las horas entre la penumbra pasaban sin descanso.

Del sepulturero apenas se conocía nada, tan sólo su trabajo y su sobrehumano aspecto físico.

Hombre silencioso que apenas se movía del cuarto donde vivía en el propio cementerio, allí pasaba sus horas libres escribiendo poesía sobre los muertos.

-¡Carlos sal un momento! —ese que grita su nombre es el jefe del lugar, un hombre regordete de mediana edad—. Carlos, saliendo al exterior, saluda: 
-¡Hola Manolo!.
-¡Hola Carlos!, te presento a Juan es un joven que estará unos meses contigo, creo que te vendrá bien un ayudante.

El sepulturero clava su negra mirada en el joven de poco más de la veintena, un joven alto, pero delgado, de pelo castaño y aspecto aniñado, por supuesto se nota que es el típico estudiante que no está preparado para ese trabajo.

-Carlos: La verdad es que no necesito ningún ayudante, me las arreglo bien yo solo —dijo el sepulturero al jefe del lugar—.
 -Manolo: Eso ya lo sabemos, pero nos preocupa que siempre estés solo, necesitas compañía y el necesita aprender el oficio, los dejo solos y espero que les vaya todo bien. Sin nada mas que añadir el jefe da media vuelta y se va entre las lapidas del pequeño cementerio.

El joven se acerca de forma tímida hacia su nuevo jefe y le tiende la mano, su mirada es desconcertante; todos le decían que no aparentaba su edad, pero esto no se lo podía imaginar.

-Es un placer señor, ¿cómo lo hace? —preguntó el joven al sepulturero— ¿Me gustaría tener su aspecto cuando llegue a su edad! —añadió—.
 -Primero tienes que llegar... sígueme y empecemos —respondió el sepulturero resignado por haber obtenido la ayuda que no había solicitado—.

El joven pasó todo el día en una pesadilla siguiendo a su compañero que apenas le dirigía la palabra por todo el cementerio, sujetándole el peso de los ataúdes, mientras su compañero, literalmente, volaba de un sitio a otro y terminaba sus trabajos de forma ágil y eficaz.

La noche se acercaba y se despidieron.

Juan llegó extenuado a su casa, no podía imaginar lo que le esperaba cuando aceptó ese trabajo, aunque sabia que lo necesitaba para pagar sus estudios.

Algún día —pensaba el joven—, seré un gran escritor y no necesitaré ensuciarme las manos ni aguantar a tipos como ese sepulturero. En él se veía algo que lo ponía muy nervioso y no podía evitar.

El teléfono sonó, era su madre quien lo entretuvo un buen rato mientras le decía que lo echaban de menos en el pueblo.

El chico colgó con una sonrisa, adoraba a sus padres, siempre pendientes y entregados a él, ese verano su padre decidió que si quería irse a estudiar literatura, debía primero aprender el trabajo duro para que se acostumbrara a ganarse con su propio sudor sus objetivos.

Desde luego tenían razón, él se alquiló ese pequeño estudio cerca de su trabajo, esa experiencia le vendría bien para madurar.

Pero en la solitaria noche no podía dejar de pensar en su tranquilo pueblo y en Mónica, su gran amor, una pueblerina sin ambiciones ni su cultura, pero le daba igual, adoraba su inocencia y cada día le parecía más bella con sus oscuros cabellos acompañados de sus penetrantes ojos negros.

A la madrugada siguiente el cementerio presentaba un aspecto tenebroso, una densa niebla recorría aquel lugar.

El sonido fantasmal del tiempo movía los árboles haciéndolos crujir, parecía el sonido de la muerte, Juan movió la cabeza dejando de lado sus pensamientos y se encaminó a su destino.

Carlos lo recibió con una sonrisa, lo cual extrañó a Juan porque ese hombre nunca sonreía.
-¡Hola Juan!, pasa a mi habitación, apenas tenemos trabajo —le dijo—. Una vez en el interior, un irreconocible Carlos le seguía hablando amablemente:
-Escuché que quieres ser escritor y que estudias para eso, yo también escribo, son poesías que tratan sobre este gran lugar, sobre la muerte, pero también sobre mi vida. Mi mujer escribía poesía, murió hace mucho tiempo, pero la mantengo conmigo en mis poemas; después mi vida se vio avocada a esta triste existencia.

El sepulturero miraba como en trance al techo, mientras el chico lo escuchaba atentamente.

Cuando por la noche empezó a leer sus escritos, no pudo conciliar el sueño en toda la noche, estaba leyendo una auténtica belleza, esas líneas eran mórbidas, escritas con una ternura terrorífica, en una de ellas se veían rimas donde se retrataba, con una gracia extraordinaria, cómo un hombre hacía el amor con la muerte.

Le aterrorizaba lo que estaba leyendo, pero a la vez sentía algo que jamás antes experimentó, una fuerza recorría su cuerpo, sentía su sangre caliente en las sombras, de repente sintió deseos impuros.

Tiró las hojas donde venían escritas las poesías al suelo, sentía todavía una violencia en su interior, ¿quién es ese hombre? —se preguntaba—.

Cómo podía escribir tanta belleza y a la vez tanta tenebrosidad, se sentía aterrorizado; durante unos momentos sintió deseos de matar.

Quería olvidar aquellos diabólicos escritos cuando se levantó y los recogió del suelo, sabía que ese hombre extraño le estaba quitando su alma.

Cuando por la mañana el joven llegó al destino de siempre vió al enterrador totalmente desnudo abriendo un ataúd.

Carlos empezó a correr, pero de repente se detuvo y volvió al lugar, necesitaba saber más, necesitaba descubrir su secreto.

Entró por las buenas en la habitación, sin disimular para nada su presencia, pero el enterrador ni volvió la vista.

Gimiendo de forma evidente, estaba copulando con un bello cadáver, joven pero sin vida, una rubia hermosa de apenas la treintena estaba siendo manejada como un muñeco; en el silencio de la madrugada sólo se escuchaba al hombre aullar sobre aquel cuerpo sin vida. Llegando al orgasmo sacó su pene totalmente brillante, erguido de rodillas copula sobre el cuerpo sin vida. Tranquilamente se pone en pie, sin volver la vista se dirige al muchacho:
 -Juan, espérame afuera... estaré contigo en un momento.

El joven estaba totalmente hipnotizado en la puerta, totalmente excitado a pesar del acto monstruoso que acababa de observar.

El enterrador salió al exterior y continuó diciéndole:
 -Veo que ya sabes mi secreto de juventud.
 -¿Su secreto? ¡Dios mío! —respondió el joven con mirada atónita—.  ¡He visto cosas horribles, pero esto no tiene nombre, usted está enfermo, lo que escribe, esas malditas poesías me torturan...!, ¡tiene 80 años y se mueve como un maldito gato, no tiene ni una cana! —continuó diciéndole el muchacho—.
 -Estás aterrorizado, pero sigues aquí, podrías salir corriendo, decírselo a los superiores, pero volviste, estás excitado y te cuesta creerlo, mis lecturas te parecen diabólicas, aunque también hermosas —objetó el sepulturero—.  Cada día al levantarte piensas que quieres ser como yo, poseer mi genialidad, mantenerte joven con el paso del tiempo. Ellos están muertos nosotros vivos, lee las escrituras de sus lápidas —siguió diciéndole al joven—.

El chico se movió como en un sueño del que quisiera uno despertarse, leyó con incredulidad algunas de las lápidas.

Poetas, escritores, guionistas... todos son artistas de la escritura, como un trueno la verdad le viene a la mente, empieza a visionar a Carlos.

Carlos camina en un día lluvioso cuando una joven y prestigiosa escritora sale de su casa, él la sorprende por detrás con un corte limpio le rebana el cuello.

-Usted mata a todos los escritores y después copula con ellos absorbiendo su vida y su talento, sus poesías hacen experimentar lo que usted siente cuando mata, su excitación, su enfermedad, la emoción de la caza y cada vez que mata es usted mas fuerte, mas talentoso —le recriminó Juan al sepulturero—.

El cielo nublado cae sobre ambos hombres, el canto de los cuervos levanta un leve viento.

El sepulturero se acerca al joven y le dice: -No es muy agradable cuando tengo que hacerlo con un hombre, pero el sacrificio vale la pena, dentro de poco me quitare más años de encima.

Todas esas muertes se fingían bajo un robo, siempre terminaban echándole la culpa a un mendigo, yo un día fui escritor, nadie jamás me reconoció el más mínimo talento, sólo se fijaban en mi mujer, en sus libros, ella fue siempre una gran escritora, ¡la envidia me devoraba!.

Un día, sin saber lo que hacía, truqué los frenos de su coche, cuando el accidente la mató, robé su cadáver y lo disequé, cada vez que le hacía el amor su talento me poseía de una forma descomunal, también descubrí que no sólo eso, cada vez me sentía más fuerte, más joven, por mi no pasaban los años.

Cuando me mudé para este lugar, nadie ha querido averiguar nada sobre mi, sólo soy el sepulturero, tengo mucho tiempo para atrapar a esos artistas, soy un vampiro, en estos momentos nadie puede igualar mi arte, si me sigues conseguirás lo mismo.

¿Quieres ser escritor? Acompáñame en mi viaje y serás lo más grande que pueda existir, te daré la vida eterna, el destino nos unió, ¡sólo te queda aprovecharlo!.

El joven sin pensarlo, entra en la habitación casi de manera automática, el monstruo sonríe con una sobrecogedora mueca, satisfecho de tener a su marioneta, ya nadie podrá detenerlo.

Tan feliz está en sus pensamientos que no pudo reaccionar cuando Juan le apuñaló por la espalda, cayendo casi sin vida al suelo, lo miró con odio.

No comprendía qué pudo fallar, lo tenía hecho y, sin embargo, el que tenía que ser su ayudante lo miraba con una sonrisa irónica.

-¡Te denunciaré!, cuando todos comprendan lo que hacías y que sin duda descubrrán cuando estudien los cadáveres, comprenderán que tuve que hacerlo, nadie pondrá en duda tu locura, saldré fácilmente inocente por defensa propia —le dijo firmemente Juan—. Sé lo que tengo que hacer, tú ya mataste a muchos de ellos, tienes sus talentos y su fuerza, simplemente me alimentare de tu cadáver y seré lo más grande que exista jamás.

Con esas palabras el joven empieza a caminar alegremente a dar parte de lo ocurrido, mientras el enterrador muere en su propia tristeza, el debió saber que la maldad humana cuando florece te transforma en un monstruo y cuando eres un monstruo nunca aceptarás compartir tus secretos.

Publicado por: Jazmine Dguez. [bajo el pseudónimo de Lilith†La†Enemiga†d†Eva] en La Mansión Encantada© el domingo, febrero 07, 2010 5 Voces del Más Allá [haz escuchar tu voz]

Etiquetas: Cuentos de Terror

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